Es probable que haya mejores pinturas de Van Gogh que Room at Arles, quizás algunos de ustedes prefieran Starry Night, o Sunflowers. No discuto que ambas pinturas son tan maravillosas que cohíben la cotidiana belleza de Room at Arles, pero sucede que fue con esa pintura que conocí a Van Gogh y fue esa pintura la que quedó más nítidamente grabada en mi memoria. Van Gogh miraba el mundo con ojos esquizofrénicos, da la impresión de que los colores quieren escapar, formar parte de cualquier otra cosa pero no de la pintura, parece que luchan por desprenderse de las formas, intentando ser un rayo de luz vago, bélico. Room at Arles no es una noche estrellada, ni un campo tupido de girasoles, ni un café brillando en la oscuridad, es una habitación vista desde el fondo, un espacio que se cierra, unas gastadas paredes azules. Allí, a la derecha, está la cama, la cama que se curva al final, como si no supiera si quiere ser cama. Encima hay dos almohadas, la sabana roja, las líneas de la cabecera tan suaves que dan ganas de tocarla. Es una cama al mismo tiempo grande y pequeña, y pensándolo bien no parece cama, le gana el deseo de ser otra cosa, consigue engañarme (en lo sucesivo seguiremos llamándola cama, por lo subjetivo de mi apreciación). Arriba de la cabecera de la cama, en algo que debe ser un perchero improvisado, cuelga un sombrero y algo de ropa. Al lado de la cama, bajo el perchero, hay una silla, es una silla igual a la que aparece en primer plano, es de madera, una silla muy bonita. Podemos ver la ventana con sus vidrios amarillos, ésa ventana late como un corazón de marco negro, late lentamente y el sonido retumba, un latido tras otro, esa ventana es el corazón de la pintura. Al bajar la mirada hay una mesita, una mesita un poco chueca, de cuatro patas, un cajón. Es una mesa de noche, encima vemos unas jarras, un plato, unos frascos inmóviles, todo es tan inmóvil allí que parece que los colores están dormidos, al fin tranquilos y acomodados en sus lugares, qué cómodo se siente el café siendo parte del suelo, el rojo en la línea de la tela que está a un lado de la mesa, el blanco que resbala con la mirada, qué tela tan suave. Ya llegamos a la silla en primer plano, es una silla verde y tejida, sus patas son muy bonitas y redondas, me pregunto si Van Gogh no habrá sacado esa recamara de un sueño, ni las líneas más duras golpean la mirada. En la pared derecha están pegados unos lienzos amarillentos, no logro distinguir las formas, estos lienzos parecen no pretender ser más que lienzos. En una parte más alta, arriba de los lienzos, hay dos retratos, uno es de Van Gogh y el otro de una mujer, lo noto en sus ojos y su vestido. Al lado de los retratos, sobre el perchero, hay otra pintura, un paisaje, es casi imposible diferenciarlo pero creo ver un campo verde. Saltemos un poco, no miremos la ventana, allí esta otro cuadro, esta vez no logro distinguir nada, a veces pasa. Qué sencilla, que sosegada imagen, Van Gogh no parece deseoso de luchar aquí, es solo una habitación, una cama que se eleva y no es otra cosa que una nube. Room at Arles es una celebración de las cosas, del sueño de las cosas, de la capacidad de una silla de quedarse quieta, de una cama de ser nube, numa, de una habitación de redondearse, volverse humo tibio y fluir. De que en cualquier momento le saldrán alas a la mesa, o podremos abrir la ventana y sentir como un remolino el viento frío, el sol amarillento, las flores de pie sobre la tierra.
En este trabajo el profesor no me hizo señalamientos, por lo tanto no es necesario que coloque otra versión.
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